domingo, 21 de abril de 2024

"Pepos" de Jorge Aldana: el eslabón perdido del cine colombiano marginal

Al comienzo de 2020, Los Niños Films estaba armando el dossier con el que iba a empezar el proceso para que Pepos, la película de culto filmada por el cineasta y artista Jorge Aldana en la década de 1980, tuviera una restauración en las condiciones ideales para ese material, frágil en distintos niveles. Manuel Ponce de León, uno de los "niños", me pidió entonces un texto que explicara el lugar que esta película tenía, o debería tener, en nuestras azarosas tradiciones culturales y cinematográficas. Recupero hoy lo que escribí entonces, que no sé si sirvió de algo, para celebrar que esa restauración fue posible y que ya tuvo su estreno en Colombia, en el FICCI 63 que está ocurriendo ahora mismo.

Pedro Adrián Zuluaga

Still tomado de la versión no restaurada.
Pepos (1983), de Jorge Aldana, es una película colombiana de ficción filmada en 16 mm en un perímetro de calles y barrios bogotanos que vieron crecer formas de vida atravesadas por la marginalidad económica y social. Pero el interés, todavía fresco, de la película, no reside ni en las características sociológicas de los sujetos filmados ni en la importancia política del tema de la precariedad. Es la mirada de Pepos, conscientemente alejada de una estética miserabilista, la que a los ojos de hoy puede verse como pionera para el cine colombiano y latinoamericano.

En la década de 1970, los cineastas Luis Ospina y Carlos Mayolo denunciaron en Agarrando pueblo la proliferación de una estética que llamaron pornomiseria. En las películas que los dos directores acusaban, el cine servía como un dispositivo para hacer grandes proclamas y para reclamar intervenciones y cambios sociales. Sin embargo, la pornomiseria poco reparaba en la densidad cultural y la riqueza simbólica de los sectores y personajes marginales. 

Pepos, que filma a jóvenes que se drogan con tranquilizantes u otro tipo de medicamentos, reconoce en estos personajes dimensiones que no se pueden reducir a la miseria. En estas vidas precarias hay una celebración de la libertad y una disponibilidad para juntarse y crear formas nuevas e insólitas de comunidad. 


La película misma es un gesto anárquico y libertario, que anticipa el tipo de atención que en los años noventa el cine colombiano y latinoamericano dirigirá a la infancia, ya no desde el marco de un análisis marxista de la inequidad económica, que fue lo habitual en los años anteriores, sino desde una perspectiva contracultural y poética.

Esta película, como después lo sería Rodrigo D., es un documento musical y una memoria invaluable sobre el trabajo con actores no profesionales, que también va a caracterizar el cine de Víctor Gaviria y de muchos otros cineastas latinoamericanos posteriores.

Como producto cultural, Pepos ha tenido una vida precaria como la de sus personajes. Se ha exhibido muy poco y siempre con la presencia de su director, que ha rescatado la materialidad que de ella sobrevive. En 2008, el Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente-BAFICI la proyectó en una de sus sesiones. El director del Festival escribió de ella por entonces: “Mucho del último cine de la calle que se hizo en Latinoamérica debiera ver esta joya oculta como quien descubre que tenía un pariente lejano y no lo sabía”. 

Recuperar y poner a circular este filme inclasificable y soberanamente libre es una contribución a traer de vuelta una página parcialmente borrada de la historia del cine de la región.

Ver trailer (versión no restaurada): https://fb.watch/rAQ1GVGzEI/

martes, 5 de marzo de 2024

'Los reyes del mundo' de Laura Mora: con los que viajo, sueño

Con los que viajo, sueño es el título de un poemario de Víctor Gaviria (publicado por primera vez en 1980). La película de Laura Mora, premiada en el Festival de Cine de San Sebastián y en otros festivales, es también un dispositivo imaginario que acompaña el viaje de un grupo de muchachos (los personajes y los no-actores que los interpretan) desde Medellín hasta los límites geográficos de Antioquia. Un recorrido político, simbólico, ético. Un desplazamiento en varias dimensiones y de múltiples sentidos por explorar.



Rá (Andrés Castañeda), Culebro (Cristian Camilo Mora), Sere (Davinson Flores), Winny (Brahian Steven Acevedo) y Nano (Cristian Campaña) viajan por entre el vientre oscuro de Medellín y por la entraña herida del paisaje antioqueño, que es en sí mismo un archivo donde se alojan las huellas de múltiples violencias y despojos. Van montados en sus bicicletas hechizas, impulsados por su vehemencia o apegados a la fuerza mecánica de los camiones que transportan todo tipo de mercancías, las mismas que quizá corrompieron el paraíso o lo iluminaron con el fuego fatuo de sus artificios. 

O van, en paralelo, sobre el lomo de un mítico caballo blanco que la película hace aparecer y reaparecer, o en puentes imaginarios creados por sustancias psicoativas. Huyen –como escribió Víctor Gaviria, referente indispensable de este nuevo cine colombiano de los márgenes– “de un mundo intolerable a través del placer de una droga que desata dentro de sus cuerpos una guerra a muerte contra ellos mismos, contra sus recuerdos”.

Los reyes del mundo es una película de carretera pero el recorrido que ella suscita en sus personajes ocurre sobre todo en la imaginación de los muchachos protagonistas y, por extensión, en la imaginación de los espectadores. Ese es el gran gesto estético y político de la película: hacernos entender que estas vidas representadas son precarias solo en su apariencia exterior. Y, por contraste, arroparlas con una exuberancia simbólica que, de manera inmediata hace pensar en gestos anteriores del cine de directores como Luis Buñuel, Pier Paolo Pasolini o Víctor Gaviria.

Hay pues un viaje físico que parte de Medellín hacia el Bajo Cauca antioqueño (del centro ilusorio de Antioquia hacia sus fronteras materiales y simbólicas) cuyo rastro se puede seguir en términos geográficos, y al mismo tiempo seguimos una trayectoria cultural y política. La película se desplaza a contracorriente: pone en primer plano aquello que el ethos o el imaginario antioqueño dominante ha oprimido o relegado. Lo marginal (que es un magma en el que confluyen las exclusiones raciales, de clase, políticas y de género) se vuelve central. 

Si en Matar a Jesús la directora Laura Mora había planteado una ficción sobre sus propias experiencias personales para llegar a proponer un camino hacia el reconocimiento del rostro del otro, de la humanidad del “adversario”, aquí radicaliza su apuesta. Los reyes del mundo es un cine de confrontación entre dos regímenes de representación y de ordenamiento del mundo. 

De un lado, el orden del ultraje y de lo desechable según el cual existen vidas que no merecen ser vividas y cuerpos que pueden ser entregados al sacrificio y la invisibilidad: muchachos empobrecidos, racializados, despreciados. Ese orden ha generado exclusión y violencia; peor aún, las víctimas de ese orden –en gran medida– lo interiorizan. Un resto de dignidad, sin embargo, sobrevive en estas subjetividades condenadas a la desaparición, a las macabras contabilidades de la limpieza social y las ejecuciones sumarias. 

Los reyes del mundo se apega a esa vida residual, a esa resistencia. Y la hace crecer. Expande sus posibilidades. Y entonces emerge el otro orden, al que la película se pliega hasta hacerlo triunfar. Asistimos al éxtasis de una venganza poética. Para imponer su justicia, para que estos personajes precarizados se conviertan en reyes del mundo la narración indaga en lo simbólico, estalla y potencia los contenidos del inconsciente (que al no pertenecer a nadie en particular, pertenecen a todos, son nuestra oscura tierra común), obliga a que salgan a la superficie de la película –a sus bordes y su centro, hasta ocuparlo todo– los anhelos más hondos de los personajes, sus fantasías y miedos, el pozo ancho de su deseo. El cuerpo periférico se vuelve centro político, comunidad, multitud, pueblo por venir, latencia que amenaza las economías materiales y simbólicas del extractivismo.

Y por eso, gracias a la doble dimensión de este viaje, Los reyes del mundo puede ser, sin contradicción alguna, una película profundamente realista y onírica, sujeta a una necesidad interior y a la vez caótica, obediente a su propia lógica y desobediente frente a un régimen de representación institucional que regula y somete los excesos. Estamos ante un universo narrativo y plástico que admite amistosa y hospitalariamente lo delirante. 

Su argumento mínimo, escueto –cinco muchachos que se acompañan y acompañan a Rá en el trámite de reclamar unas tierras que una sentencia judicial ha decretado que le pertenecen–, se desborda porque la verdadera película no está en la anécdota exterior del viaje sino en lo que abre, en la vida que se extralimita en una dimensión otra, radicalmente extrañada, en la cual ya no importa si estos cinco muchachos viajan o sueñan, si están vivos o muertos, si esto es una representación de Colombia o de un mundo sin confines ni límites. Los reyes del mundo es el triunfo de la majestad y magnificencia que todos llevamos dentro: la revuelta de la vida sobre el mundo, de la amistad sobre las fuerzas de la separación y la desaparición.

*La reseña fue publicada originalmente en Diario Criterio. La foto es de Juan Cristóbal Cobo.

Ver trailer:




sábado, 2 de marzo de 2024

Anhell69 de Theo Montoya: Hauntología en Medellín

La opera prima de Theo Montoya es un pesimista retrato de grupo sobre jóvenes de Medellín, hereder_s del no-futuro y quienes se niegan a continuar los legados de una cultura patriarcal y conservadora. Esta reseña fue publicada originalmente en Diario Criterio, el 27 de julio de 2023 (por las fechas del estreno comercial del film en Colombia).



“La película colombiana que revela lo que es ser joven y queer en Medellín”. Así titula la revista Shock un artículo que publicó ayer 26 de julio sobre Anhell69, el film dirigido por el cineasta antioqueño Theo Montoya. Por su parte, Jonathan Holland –crítico de la revista Screendaily– escribió sobre la película en estos términos: “A dark and disquieting meditation on a nation, and a generation”. 

Ambos ejemplos muestran los malentendidos y exageraciones que ha suscitado Anhell69 luego de su exitoso paso por más de sesenta festivales de todo el mundo. Indican, también, la manera cómo, con bastante frecuencia, en la recepción de las películas colombianas –y de otros países del sur– la amplitud y complejidad de la realidad histórica es sustituida por el punto de vista parcial de un artefacto cultural como el cine. 

Un fenómeno así ocurrió, por poner un caso, cuando una película como Pájaros de verano se promocionó como “la verdadera historia del narcotráfico en Colombia” y no como una ficción legítima y a la vez controvertible, y en disputa con otras ficciones y otras disciplinas que construyen sentidos y relatos sobre la realidad.

Lo anterior da pie para pensar las condiciones en que circulan –fuera del país, pero no solamente– las películas provenientes de Colombia, o que tienen algo que ver con una nación como la nuestra. En los análisis de la producción cultural colombiana predominan pues evaluaciones políticas (1) en las que, como escribió María Antonia Vélez, “el peso de la representación, que siempre se carga sobre el cine periférico, está desbalanceado de tal manera que las películas colombianas son mejor recibidas si sirven de ilustración para fenómenos generales” (2).

Para entrar en materia hay que decir que, en efecto, los protagonistas de Anhell69 son un grupo de jóvenes de Medellín que, sin que la película les catalogue o encasille en ese término, pueden ser vistas como personas queer o que se reconocen como disidentes de las categorías normativas de sexo y género. Pero son, ante todo, l_s amig_s de Theo Montoya y a quienes observa con atención fascinada, sin considerarles como algo separado de sus propias experiencias y visión del mundo. 

Si le seguimos dando rienda suelta a las clasificaciones, convendría retomar las palabras del narrador de la película, que es el propio Theo, y coincidir con él en que se trata de una película híbrida, en tránsito o trans. Es, por un lado, un documental en donde su director se expresa en primera persona y se involucra íntimamente con l_s sujet_s filmad_s. Y a su vez es el registro de un proceso que no llegó a su fin: la realización de una película de ficción cuyo eje central iba a ser la espectrofilia (el deseo de vincularse afectiva y sexualmente con fantasmas), en el marco de una distopía ubicada en Medellín y protagonizada por actores naturales.

Esas fabulaciones distópicas, junto con el material del casting que se realizó para la obra de ficción no concluida, son el núcleo de Anhell69 y a su vez la capa de la película con más imaginación visual y especulativa. L_s protagonist_s del film ofrecen un conjunto de testimonios que hace visible la grieta profunda ocurrida en la sociedad y la cultura antioqueña de las últimas décadas. 

Muy hábilmente, Theo Montoya establece un hilo conductor entre sus búsquedas y las de Víctor Gaviria, quien participa en la película conduciendo un carro fúnebre por Medellín, con el director del film depositado dentro del vehículo en un ataúd. Con el cine del director de Rodrigo D., por un lado, y el de Theo Montoya por otro, estamos ante dos fases de una intensiva mutación antropológica visible en la piel, los cuerpos y los valores de una cultura predominantemente machista, patriarcal y conservadora que l_s protagonistas_s de Anhell69 dinamitan desde adentro.

En los cines de Gaviria y de Montoya se revelan dos momentos de apertura cultural de Medellín al mundo, a los flujos de capital desregulado, las influencias culturales extranjeras y la promesa de una multiplicidad de identidades que –como se ve en la película– difícilmente puede ir más allá de los límites del capitalismo y sus fraudulentos ofrecimientos de promoción social, éxito y libertad. 

Lo que personalmente me genera una profunda incomodidad con la película es su culto a la muerte (su nada disimulada necrofilia); a pesar de fungir de rebelde o iconoclasta, este culto resulta siendo muy afín al vector autodestructivo de la antioqueñidad. La fascinación con la tragedia la manifiesta la película, por ejemplo, en las imágenes que decide usar del reciente estallido social, en donde las calles de Colombia se ven como un campo de batalla en el cual se escenifica una continuidad de la misma guerra de siempre, y no unas energías sociales encaminadas a terminarla. 

El punto de vista que ofrece la película es tremendista y oscuro, y también avasallador. No hay resquicio en el que respirar. Muchas grandes obras de la cultura, de todos los tiempos, han suscrito un pesimismo radical. El problema de Anhell69 es la superficialidad de sus dictámenes y la morbidez de su acercamiento, y la excesiva confianza en el performance testimonial. También la continuidad  de los lugares comunes del cuerpo sacrificial. Es decir, una afirmación del orden hegemónico más que una confrontación o una disidencia.  

Supongo que las imágenes de una nación fallida, de una juventud entregada al nihilismo o la autodestrucción, resultan incandescentemente atractivas para muchos públicos  y críticos foráneos que han encontrado en la película oportunidades para consolidar las narrativas del desastre (e imaginarlas sucediendo allá, muy lejos de casa) que, en realidad solo favorecen a los poderes de siempre. 

Coda: Según la narrativa de Anhell69 las personas queer somos elegidas para una muerte temprana y trágica, y romantiza ese destino. La película, en su epílogo escrito da señales de ese convencimiento, y lo suscribe con énfasis y patetismo. Como persona que ha sufrido el asedio de esos instintos de muerte, no puedo menos que sentirme separado de su celebración.
 
Notas:
(1). Sobre este recorte en la mirada sobre los cines latinoamericanos recomiendo el texto de Ana María López. “Setting Up the Stage: A Decade of Latin American Film Scholarship”, publicado en Quarterly Review of Film and Video No 13 (1-3), 1991, pp. 239-260.
(2). María Antonia Vélez, “Visa de estudiante: buscando al cine colombiano en la academia angloamericana”, en: revista online Extrabismos, 2009.

Ver trailer:






martes, 1 de noviembre de 2022

Una carta para Héctor Joaquín sobre Luis Alberto

                                            Luis Alberto Álvarez (1945-1996)

Finalmente, se publicó la novela Salvo mi corazón, todo está bien, de Héctor Abad Faciolince. Una autoficción (la categoría la ha usado el propio Abad Faciolince) inspirada en la vida del crítico de cine y sacerdote claretiano Luis Alberto Álvarez. En el proceso de investigación Héctor me escribió para preguntarme acerca de mi relación con Álvarez (el mismo Héctor había sido muy generoso unos meses antes cuando lo busqué en mi trabajo de investigación sobre Fernando Molano Vargas) y pedirme que conversáramos por teléfono. Yo, en resumen, le respondí a Héctor que si quería detalles específicos de Luis Alberto, no era yo la persona indicada, pues no lo había conocido directamente. 

No conversé telefónicamente con Héctor, pero le escribí este mensaje por correo electrónico que transcribo abajo. Lo publico porque en ese correo quise componer un retrato del maestro, y también porque lo que finalmente Héctor usó -con las naturales libertades de la ficción- y cómo lo transformó, no es que no me haya gustado -el gusto es un criterio muy estrecho-, sino que carece de toda gracia, relieve, sentido y significado. Y eso, para un autor como Abad Faciolince, tiene que ser muy triste. Quiere decir que empequeñece la realidad que transforma, que su mirada es pobre. Y que perdió la pelea con los materiales y los hechos. Para ser justos, debo decir que al principio del libro me interesó mucho su intento de crear un mito de la Medellín de la década de 1980 a partir de una casa -la que Luis Alberto compartió con su compañero de sacerdocio Guillermo y con muchos amigos más que luego tendrían un influjo importante en la vida cultural de la ciudad-. Una comunidad entregada al cultivo de la belleza, la conversación sobre cine, la música y la buena comida en una ciudad que descendía por una pendiente de autodestrucción, en un ajuste proverbial con las injusticias y despojos que la habían constituido. Nos faltan esos mitos, pero estos tiene que revelar un sentido profundo de la realidad, de lo contrario son chismografía o memorias narcisistas. 

También hay un tufillo como de ajuste de cuentas en varias cosas que hace Abad Faciolince en su libro, un pueril deseo de provocar, de aludir oblicuamente, de utilizar la literatura como un dispensador de  venganzas mínimas. Eso puede ser hermoso (es la soberanía de un autor), pero no siempre sale bien. El gesto para conmigo (que se me escapa en sus intenciones) se completa con que, en los agradecimientos, Abad Faciolince me cambia el nombre (me vuelve José Adrián Zuluaga, me parece recordar -pues luego de 120 páginas abandoné el libro y se lo regalé a otro amigo; sé que ustedes, desocupad*s lector*s, tendrán más paciencia-). José Adrián es una combinación fea de nombres, a mi madre, que es campesina y que ha leído poco o nada, jamás se le hubiera ocurrido una mezcla tan zafia; de nuevo la realidad es mejor que la ficción. Mi mamá es mejor inventora de mundos (de ese mundo que soy yo, por ejemplo, y que está contenido no solo pero también en mi nombre) que un autor tan poderoso y tan consentido por nuestro establecimiento cultural.

Al final publico también el fragmento de la novela que creo que resulta del siguiente mensaje: 

Estimado Héctor,

Aunque parezca increíble, nunca tuve un trato directo con Luis Aberto. Sin embargo, siento que mi vida ha sido afectada de mil maneras por él. En El Santuario, donde yo viví hasta los 18 años, leía cada domingo -o lunes- sus extensas columnas de El Colombiano, fascinado, incluso antes de tener acceso a las películas, directores o actrices que las inspiraban. Leí cine antes de verlo y Luis Alberto fue el intermediario. A principios de los noventa, cuando llegué a estudiar en la Universidad de Antioquia, una amiga que pasaba lista en la sala 1 del Colombo, me dejó entrar a alguno de los cursos de cine que Luis impartía allí. Como estaba de contrabando en ellos, nunca conocí en esas ocasiones al maestro. Era un seminario de neorrrealismo italiano y recuerdo vivamente a Luis traduciendo los diálogos en forma simultánea. Ya por entonces su respiración era entrecortada. Luego, en circunstancias varias, me lo presentaron; creo que hasta tres veces. Y él nunca recordaba las anteriores.

La primera imagen física que tengo de él es su aparición en una playa de Cartagena, en el primer festival de cine al que fui. Eran las primeras horas de la tarde y él caminaba por la arena con pantalón, zapatos y camisa. Yo sabía muy bien quién era y pensé que el calor y el cansancio lo iban a deshacer. Al regresar de ese festival escribí una crítica de El pájaro de la felicidad, de Pilar Miró, y la mandé a Kinetoscopio. Pensé que las alusiones que yo hacía en mi reseña a esa amistad entre dos mujeres que evocaba a la de María y su prima Isabel, encinta las dos, le iban a gustar a Luis Alberto. Pero la reseña nunca la publicaron.

Me fui haciendo amigo de sus amigas y amigos. De Lía Máster, Ana Elisa Echeverri, Mónica Lombana, María Isabel Galvis, Maryluz Vallejo, Santiago Andrés Gómez. Como ves, eran especialmente mujeres que me dejaron entrar, sin conocerlo, en la intimidad de Luis Alberto. Con sus historias construí un mito que era a la vez el del crítico de cine y admirable conocedor de Mozart y de la opera (y goloso del tiramisú como escribiste cuando se murió), y el del hombre enamorado de las mujeres y la belleza, sentimentalmente frustrado, quizá virgen (otras en cambio decían que acostumbraba ir a un sitio de masajes a estar con mujeres, vaya uno a saber en qué grado de intimidad), víctima, en fin, de ese absurdo institucional del celibato.

Tengo muy presente la mañana de mayo del 96 en que nos despertamos con la noticia de su muerte. Recuerdo a todas esas mujeres conmovidas, llorando desconsoladas. No fui a la misa de su funeral pero luego me la describieron como la despedida del protagonista de El hombre que amaba las mujeres de Truffaut. Su muerte también le dio otro rumbo a mi vida. A los pocos días Orlando Mora pasó a escribir la página de cine de El Colombiano y yo, con una mezcla de timidez y audacia, empecé a enviar críticas de cine a El Mundo, que editoras arriesgadas como Carmen Elisa Chaves y María del Rosario Escobar se animaron a publicar para llenar el hueco dejado por Mora. 

En uno de esos artículos de El Mundo, denuncié la negligencia con que la Universidad de Antioquia estaba gestionando el legado material de Luis, que había recibido: su colección de libros y películas, sus discos láser emblemáticos con cine y música estaban siendo diezmados sin un plan claro para su clasificación y divulgación. El artículo, que provocó un relativo escándalo, al menos ayudó a que la U. agilizará el manejo de esa herencia. Luego, en 2006, hicimos otra movilización para que Kinetoscopio no fuera convertida en un magazine de farándula, que tras la muerte de Paul en 2004 y la llegada de una persona muy poco competente a la dirección de la revista (Catalina Uribe), lucía como su destino inminente. En esas ocasiones, la estatura humana, ética de Luis, nos sirvió de inspiración.

La muerte de Luis provocó un desbarajuste en la revista que él, junto con Paul Bardwell, Juan José Hoyos y César Montoya, habían fundado en 1990. Ya muerto Luis empecé a publicar en Kinetoscopio; luego de una reunión del equipo de redacción a la que me invitó Lía Máster me metieron al comité editorial y en 1999 Paul Bardwell me ofreció ser el editor. Fue así como me tuve que enfrentar al ambiguo legado de Luis: su extraordinario amor por el cine, su finísima manera de hablar de él (aún admiro su estilo transparente, su claridad expositiva, su vehemencia ética, que me conmocionaron cuando pude leer casi todo su legado reunido en los volúmenes de las Páginas de Cine que publicó la U. de A., y que recientemente ha reeditado), pero al mismo tiempo lidiar con sus prejuicios contra un cine que a mí me gustaba y que él veía con bastante reserva: las primeras películas de Tarantino y Almodóvar, los hermanos Coen, David Lynch. A Luis le gustaba un cine que tenía un vínculo con la vida, y este nuevo cine parecía más interesado en el pastiche y la ironía; era cine sobre el cine, y donde experiencias humanas como el amor, la muerte o el sexo podían ser vistas con tremendo cinismo. Creo que en su artículo "Nada importa", sobre Pulp Fiction, Luis Alberto expresa su desconcierto ante este cambio de sensibilidad. 

Su muerte, dos años después de la consagración de esta película en Cannes, es para mí un símbolo de un cambio de época. Creo que el humanismo de Luis no hubiera logrado conciliar o negociar con lo que pasó después. Esta conversación de Luis con otro Luis, Ospina, me parece que habla de todo eso:

http://pajareradelmedio.blogspot.com/2016/05/luis-ospina-entrevista-luis-alberto.html

Hoy por hoy sigo leyendo a Luis Alberto con emoción. Lo considero un hito del periodismo cultural y de la crítica en el país. El ensayo que escribió sobre el cine de Rainer Werner Fasssbinder, "La difícil ternura", es para mí un clásico del ensayo colombiano. Creo que es lo mejor que escribió. Siempre pienso en cuánto de su propia complejidad afectiva Luis Alberto encontró en Fassbinder. Tal vez se dio entre los dos una identificación por oposición. Luis Alberto, que pregonaba el amor como algo que nos ennoblece y nos trasciende, seamos o no religiosos, supo leer el amor como autodestrucción e impulso de muerte que hay en las películas de Fassbinder.

En los últimos años he sido cercano a Guillermo Vásquez, compañero de sacerdocio de Luis. Me ha compartido otros recuerdos de su convivencia con Luis, del hogar atípico que construyeron en el centro de Medellín, abierto a los amigos, a la transmisión del conocimiento, al cultivo sereno de la amistad y los placeres permitidos: la comida entre amigos, el cine compartido, el eros pedagógico. Cuando pienso en la noción cristiana de amor, que es el ágape, me imagino esas reuniones en las que nunca estuve. Tal vez las idealizo precisamente por no haber participado de ellas. Sé que ahí también se movían pasiones e intrigas, pero no dudo de que toda esa mezcla tan humana todos salieron convertidos en otros.

Es más o menos lo que puedo decir de Luis, querido Héctor, con las limitaciones de no haberlo conocido y sin embargo haber vivido un poco -o mucho- bajo su sombra. 

Un abrazo,

Pedro

***

Aquí el fragmento de Salvo mi corazón, todo está bien:

“Esto le había pasado a Joaquín una vez en vida del Gordo, cuando al salir de Pulp Fiction, la famosa película de Tarantino, tuvo un alegato con un muchacho, Zuluaga, que estaba loco de entusiasmo por ese bodrio, por esa rellena de sobrados y sangre, y Joaquín había dicho agriamente que eso a él le parecía una despreciable banalización de la violencia, normalizada a través de la risa, y que estaba seguro de que a Luis -el crítico de cine que ambos más respetaban- tampoco le iba a gustar. El amigo acusó a Joaquín de ser un viejo anticuado, le alegó que al padre Córdoba, siempre juvenil y menos reblandecido y moralista que Joaquín, le iba a encantar esa obra maestra, ese camino que se abría hacia el cine del futuro, y le apostó mil pesos. Zuluaga perdió la apuesta, aunque nunca se la pagó ni Joaquín se la cobró, porque ese mismo domingo (Joaquín conserva todavía el recorte) el Gordo había escrito lo siguiente en su página de cine en El Colombiano: ‘Para Tarantino el amor es tan falto de interés como cualquier otra cosa en la vida, incluso la muerte. Da la impresión de que para el director nada importa realmente y que es lo mismo inyectarse heroína, comerse una hamburguesa Burger King o volarle los sesos a alguien. La diferencia entre humor y drama no existe y se supone que uno debería reírse con una masacre, con la aplicación en el corazón de una inyección de adrenalina, con dos bestias humanas sodomizando a un capo mafioso negro o con dos gangsters limpiando cuidadosamente un carro de los restos de cerebro de un compañero al que mataron por error’”

miércoles, 29 de diciembre de 2021

Cinco cortos colombianos de 2021: abrir mundos posibles

Un amigo me pidió una lista de cortos recomendados para ver, de la (muy fértil) cosecha de este último año, o que, al menos, hubiera conocido en el transcurso de estos últimos meses. Seleccioné estos cinco, de entre muchos posibles. Creo que en estos títulos emergen a la superficie fílmica mundos, sensibilidades, cuerpos, atmósferas.


1. Heliconia. Dir. Paula Rodríguez Polanco




"Heliconia es una película terrenal, escrita con la luz del sol, con el poder motor del río Magdalena y con los destellos, intranquilos y gigantes, que nacen en los ojos de los protagonistas cuando se ven. El drama que vemos es el de la juventud, de los cuerpos alegres, de los días alargados por la calidez del sol y de esa punzada honda –de riesgo y de placer– que acontece cuando, en un sistema complejo y silencioso de atracción, dos cuerpos se buscan el uno al otro. De una organización discreta y muy efectiva, Heliconia convierte las palabras que sus protagonistas no saben articular en flores, fuegos artificiales, frutas y agua en movimiento. El entorno toma la forma de un cuerpo tembloroso. Aquí, nunca se sabe a ciencia cierta donde empieza un cuerpo y donde empieza un árbol o una materia natural. En la primera escena, la protagonista se funde con un gran árbol: sus límites son otros. Y así será siempre. Todos los personajes tienen algo de incontrolable, de inclasificable, de excesivo, de sol tibio y de mango maduro, por ejemplo. Heliconia es una hermosa rareza en el panorama del cine nacional. Es sexy, melindrosa y pasional, llena de calor. Da imágenes al tacto y procura ser fiel a la experiencia juvenil haciendo que los efectos de sus imágenes exploten siempre en mil pedazos".  Pablo Roldán Fernández, catálogo de Cinemancia.


2. Lumbre. Dir. Carolina Mejía

 «Un trabajo audiovisual que sobresale por estructura y recursos narrativos, por la fusión del material de archivo, familiar y público, y por la libertad con la que explora estos archivos para fines que no son ilustrativos sino poéticos y expresivos». Tomado del acta del jurado del 14o Premio Nacional de Creación Audiovisual, Modalidad Cortometraje, Premios Nacionales de Cultura Universidad de Antioquia. El jurado, integrado por Juliana Santamaría, Iván Gaona y Pedro Adrián Zuluaga, eligió a Lumbre como ganador.


3. Intentos por dejarse caer dentro. Dir. Jonas Radziunas

"Me sentí transportado a un mundo extraño y luego viviendo en él. La película tiene una maravillosa capacidad de crear espacios, y cuando digo crear digo abrirlos, hacerlos existir. No imagino mejor destino para el cine, pues ya de este mundo tal como lo conocemos quizá sepamos demasiado". De un mensaje personal a Jonas, y a les productores Juliana Saray y Daniel Tamayo.


4. Abrir monte. Dir. María Rojas


"Una subjetiva enardecida en rojo que acecha, una visita al pasado que recorre las calles de Líbano, Tolima en 1929. A través del relato de Aura, una abuela anarquista de este pueblo, se revive lo que fue el intento pionero de un grupo de zapateros conocidos como los Bolcheviques del Líbano por tomarse el poder y luchar por la mejora de las condiciones de vida la noche del 29 de julio de dicho año. Los indicios de La Violencia desde la plástica en 16mm de María Rojas Arias y el relato de su abuela, traen al presente –y disparan al porvenir– un espíritu rebelde y anarquista que se siente aún vivo". Mateo Vallejo, reseña para el catálogo de la 23 MIDBO.


 5. Entusiastas. Dir. Gonzalo Escobar Mesa


"Uncertainty transpires as a couple navigates their future plans". Sinopsis del corto que se inspira en un relato de Manuel Kalmanowitz sobre una Bogotá con mar y en el famoso -y desolador- libro El entusiasmo, de Remedios Zafra.


Nota: Quizá esta selección es, también e indirectamente, una respuesta al muy querido y bastante sensible director de un festival colombiano de cortos, con quien quise conversar sobre cómo a los trabajos de corta duración los afecta verse empaquetados en un programa demasiado largo que, en vez de individualizarlos, los vuelve paisaje, cifra, montón. Él me mandó a que dijera mi opinión en redes sociales, cosa que no hice. Ojalá, Jaime, incluso en los pasillos de Bogoshorts se pudieran tener conversaciones -sobre curaduría, organización, sentidos, comunicación- sin sentir que se está atacando a alguien, o -menos aún- rebajando su trabajo. ¡Crezcamos! 






domingo, 7 de marzo de 2021

Lavaperros, de Carlos Moreno: "A veces la mierda ya no es metáfora"

Lavaperros, una película colombo-argentina, se estrenó este 5 de marzo en la plataforma Netflix.
Lavaperros, una coproducción colombo-argentina, se estrenó este 5 de marzo en la plataforma Netflix.


El prólogo de Lavaperros (Dir. Carlos Moreno, 2021) es una escena donde vemos un cara a cara entre Duverney y El Pecoso, dos mafiosos de Tulúa. Es una escena tensa, brillantemente resuelta, y que parece instalarnos en una atmósfera tarantinesca (del Tarantino de Reservoir Dogs), donde la violencia es más contada que mostrada: una violencia que, al volverse relato, propone ya una distancia frente a los actos. 

Sorpresivamente, el enfrentamiento entre los dos personajes termina con la muerte del Pecoso, partido en pedazos por un machete. No vemos el acto violento, es verdad, porque tan pronto el machete está a punto de caer sobre el cuerpo de su víctima, por corte directo vamos a un plano de patas de pollo partidas y ensangrentadas, y a otro de carne, que dan paso a los créditos, en los que se reconoce una de las marcas del cine de Carlos Moreno: una banda sonora que irrumpe en el material narrativo, que puntúa, espectaculariza, distrae.

De ahí en adelante la película es un inventario del horror: se suceden personajes y se tejen los hilos entre ellos, con un plot que recuerda en muchos aspectos al de Perro come perro (2006), también de Moreno. En Lavaperros, otra vez, el móvil que desencadena la tragedia es el dinero y lo que hacemos para conseguirlo o robarlo, y la película no escatima golpes en su deseo de mostrar una espiral de traiciones. 

La nueva película de Moreno tiene potencia y estilo visual, como todo el cine del director, y por momentos algún personaje se impone sobre el resto por una dolida individualidad (en especial Bobolitro, especie de mayordomo, o Rita —una suerte de conciencia burlona de este mundo dislocado—, la empleada de la casona cuasi gótica, de apariencia ruinosa, donde viven don Oscar —el gangster en caída—y su esposa Claudia). 

Aunque Lavaperros es, ante todo, una película coral, donde el sistema del crimen arrastra a sus personajes hacia un abismo: no vemos el ascenso o esplendor del mundo del crimen, como es habitual en el cine de gangsters, sino, desde el principio, el anuncio del descenso a los infiernos. Estos personajes están construidos con muy poca reflexividad en torno a las representaciones raciales, o de clase social y género (es casi una ironía que en el guion aparezcan los nombres de los escritores Pilar Quintana y Antonio García, a quienes escuché muy orondos, en un debate del programa radial Hora 20, proclamándose como muy atentos, al menos en su trabajo literario, a no caer en clichés machistas o patriarcales y acusando —García, sobre todo—a García Márquez y Sábato de haber sido poco cuidadosos en la creación de personajes femeninos).

La película, en cambio, es cuidadosa en la puesta en escena de una atmósfera y un universo. No estamos solo ante la debacle moral que exponen el género criminal o el film noir, sino frente a una auténtica distopía: un mundo de todos contra todos, apocalíptico. El clímax es la escena en una iglesia cristiana, a medio camino entre lo surreal y lo caricaturesco, donde el director logra contrabandear su gusto por una estética del absurdo, que ya había explorado en Todos tus muertos (2011), pero que un cine de mayores ambiciones comerciales como Lavaperros no toleraría como tono central del film. 

Si se ha de admitir lo anterior, si sería innoble negar el talento de Moreno y la manera como se siente a sus anchas representando estos mundos de mafiosos de mucha o poca monta (no hay que olvidar que él fue el principal director de Escobar, el patrón del mal), con sus esposas objeto y sus amantes prostitutas, o con sus ejércitos de vigilantes y matones (los "lavaperros" del título, según la jerarquía de la mafia), tampoco es posible, entonces, escamotear las inquietudes sobre esa "cosmética de la violencia" que al cine de Moreno le cuesta tanto moderar.

Hacer preguntas sobre ese devenir animal (salvaje) de los personajes no solo es legítimo, sino urgente. ¿Qué tipo de energías políticas se expresan, por ejemplo, en el corte a las patas de pollo que ya mencioné, o en esa música que todo lo llena, que sutura el malestar de la violencia? ¿Sigue siendo lo animal una analogía afortunada para enfrentarse al problema del mal? ¿Qué se satisface —y quién— con una escena tan perturbadora como aquella en la que Bobolitro se mezcla con los perros, como si perteneciera a su mundo y no al humano? ¿Qué tipo de supremacía o de inferioridad —de statu quo—se afirma en las configuraciones de lo monstruoso a las que se entrega la película? 

Podrían encontrarse razones, podría decirse que se trata de una estética y un estilo; pero esto último es justamente el centro del debate que esta película debería suscitar. No el mundo que representa (todo es representable), sino las decisiones que toma para hacerlo visible. Hablé arriba de la "cosmética de la violencia". Los términos nos devuelven a discusiones del comienzo del siglo XXI, cuando películas como Ciudad de Dios y Amores perros medraron en una estética donde las personas eran desechables, prescindibles o feas, en un cine pretendidamente bello. Esa disonancia era inquietante y molesta hace dos décadas, y lo es mucho más ahora. 

"A veces la mierda ya no es metáfora", se escucha en un tema musical que acompaña los créditos, interpretado por René Segura y Juanpordios. Quizá ese corte, por el que pasamos del asesinato de una persona a las partes de un animal desmembrado, es, más que un comentario crítico, la afirmación de un orden —naturalizado— de la violencia: esa inhumanidad, analizada por la antropóloga María Victoria Uribe, en la que para hacer del otro prescindible —matable— había que convertirlo en animal o animalizarse, y todo ese drama psíquico convertido por Lavaperros en folclor y postal, en fascinación por la degradación y la caída, en distribución de castigos supuestamente merecidos, donde el director y los —cuidadosos— guionistas fungen como dioses que deciden sin misericordia la suerte de sus despreciables criaturas. ¿Hay que pensar mucho para sostener la hipótesis de que un cine así sirve para justificar el mundo tal como es?

Para un país que busca, con el esfuerzo y los fracasos que ya sabemos, encontrar otras metáforas, nuevos tropos, otra retórica y un relato distinto para contar el horror, Lavaperros no puede ser entendida más que como una película conformista, cómoda al fin, por mucho que sea muy incómodo verla

Ver trailer:

https://www.youtube.com/watch?v=o1-o45sR29U

viernes, 5 de febrero de 2021

Revista Kinetoscopio: treinta (y un) años cerca del mundo

Ayer, 5 de febrero, Kinetoscopio publicó en sus redes sociales: "Hoy nuestra revista enfrenta un posible cierre y nos vemos en la obligación de recurrir a ustedes. Nuestras páginas han acompañado la historia del cine colombiano durante 31 años, no queremos que esta historia termine, y ustedes nos pueden ayudar". La pequeña nota concluía con un enlace donde la ayuda se puede hacer efectiva:

https://vaki.co/es/vaki/revkinetoscopio

El año pasado, antes de la pandemia, la revista planeaba celebrar su aniversario treinta con un libro antológico. En este se recogería una selección de textos (de distintos géneros) que dan testimonio de la atención de Kinetoscopio al cine colombiano. La covid-19 cambió las prioridades, y ya no solo el libro está en entredicho sino la continuidad de la revista. Para ayudar a entender la importancia de esta publicación del Centro Colombo Americano de Medellín, comparto aquí un fragmento de la nota introductoria que escribí para el libro. Creo que en este momento es perentorio repasar la historia de resistencia de una revista que ojalá no veamos morir.




 

Cada que escribo: “la revista especializada en cine Kinetoscopio”, me detengo en el eco y el sentido de esas palabras, y en lo que podrían evocar en un lector común. Quizá la idea de una especie de torre de marfil en la que un grupo de elegidos se aísla del mundo a compartir un saber que solo a ellos pertenece. O un club de élite con estrictos e inalterables códigos de acceso. Y así podría seguir desgranando la imaginación analógica que con tanta frecuencia ayuda a traducir lo extraño. 

Y sin embargo, en la historia de tres décadas de Kinetoscopio no hay nada que se parezca a ese aislamiento o distancia del mundo. La revista nació en un momento de agitación social y política y de ahí en más, minuciosamente, ha sido afectada por el ambiente circundante. En 1988, una bomba del narcoterrorismo que por esa época hacía de las suyas en Medellín, destruyó parcialmente las instalaciones del Centro Colombo Americano, la institución que hasta hoy ofrece su generosa hospitalidad a la revista. En vez de amedrentarse ante la barbarie, el director del Colombo, el estadounidense Paul Bardwell, juntó las ruinas y, con ánimo admirable, fundó al año siguiente la sala 1, un templo de la cinefilia en la ciudad, donde hemos vivido jornadas que se parecen a la peregrinación hacia el centro espiritual de una fe compartida. 

En 1990, el Colombo empezó a publicar Kinetoscopio, un boletín sin más pretensiones iniciales que divulgar y comentar, a través de reseñas, la programación de esa sala. El número 1, fechado en los meses de febrero-marzo, declaró en su primer editorial: "Se proyecta el primer número de Kinetoscopio como una propuesta y alternativa de expresión cinematográfica para la ciudad de Medellín. Su nombre deriva de un arraigo profundo en el desarrollo e invención del cinematógrafo que nos remonta hasta el propio Edison y los hermanos Lumière. [...] La utilidad y necesidad de este medio de expresión va unida a la actividad cinematográfica desplegada en la Sala del Colombo Americano, sus ciclos, los directores, las estrellas y los países. Serán bien recibidas sus sugerencias y contribuciones". 

El equipo fundador de Kinetoscopio estaba integrado, además de Bardwell, por los realizadores y profesores César Montoya y Juan Guillermo López, el escritor Juan José Hoyos y el crítico de cine Luis Alberto Álvarez. Tres de los fundadores murieron cuando no llegaban a los cincuenta años. López, víctima de un atraco –por robarle una cámara–; Álvarez en un procedimiento cardiovascular experimental conocido como cardiomioplastía de reducción, y Bardwell de un cáncer. Así de paradójico es el destino de Kinetoscopio. La revista de cine de más larga vida en Colombia está atravesada por estas muertes tempranas.

No es la muerte lo único que ha impuesto su victoria y su soberanía sobre Kinetoscopio. La revista nació en un momento de transición, cuando era inevitable la desaparición de Focine (entidad estatal que se liquidó oficialmente en 1993, pero que agonizaba desde los años en que se produjeron las últimas películas con su auspicio: Rodrigo D. No futuro, María Cano y Confesión a Laura) y no había ninguna claridad sobre una futura política estatal de apoyo al cine. Bajo la orientación de Álvarez y Bardwell la revista adquirió un rápido prestigio que sobrepasó sus intenciones iniciales y fue creciendo en colaboradores y cubrimiento, al tiempo que se afinaban su criterio y sus propósitos; eran los años en que la revista salía en aquel formato inolvidable, cercano al tamaño de un libro corriente. 

Esa Kinetoscopio se dedicó, sobre todo, a la divulgación del cine internacional más artísticamente arriesgado (una impronta que –aún con altibajos– no ha traicionado hasta el momento), gracias a que muchos de sus colaboradores  asistían a festivales de cine alrededor del mundo, y a escarbar en un cine nacional casi inexistente, exangüe, aunque motivado por éxitos aislados como La estrategia del caracol de Sergio Cabrera. Esa terquedad para hablar de films invisibles (como de hecho se llamó, durante algún tiempo, una de sus secciones fijas) generó un terreno propicio para que algunos de ellos se exhibieran en el país; al punto que, a finales de los años noventa, surgió la idea de crear Kinetoscopio La Distribuidora, un proyecto soñado por Bardwell que no llegó a calar. 

En la segunda mitad de la década de 1990, en años de recesión económica y de una violencia que se enconaba con Medellín –sumadas a la ausencia de Luis Alberto Álvarez, quien fuera el faro de la primera etapa de la revista–, muchos de los colaboradores locales de Kinetoscopio se fueron del país. De modo que ese primer calor colectivo con el que se hizo la revista –esa sensación de familia que he sabido de oídas–, se perdió o al menos se transformó. Y Kinetoscopio se volvió, entonces, como una especie de zona liminal, sin territorio firme, virtual antes de la virtualidad, y en la que muchos colaboradores nos encontrábamos sin vernos ni conocernos. Era un puente –sutil– que vinculaba a una diáspora intelectual, colombiana o no, con un país y una ciudad. No es un dato irrelevante que en un país de poderes centralizados como Colombia, fuera desde una ciudad de “provincia” (aunque central cultural y económicamente como Medellín) que se irrigara esa utopía que podríamos llamar “cultura cinematográfica”.

Quiero resaltar dos grandes series que tuvo la revista en su primera etapa: la sección “Historia del cine en 100 películas” que, bajo la responsabilidad de Luis Alberto Álvarez, se convirtió en una sencilla –y muy pedagógica– declaración de amor por un medio y su tradición; y los dossiers sobre cine colombiano preparados, voluntariosamente,  por Santiago Andrés Gómez. Víctor Gaviria, Luis Ospina, Oscar Campo, Mady y Gabriela Samper, Jorge Rodríguez y Marta Silva, fueron invitados en su momento a las páginas de estos especiales que, cuando fue posible, estaban acompañados de entrevistas a los directores.

La muerte de Luis Alberto Álvarez fue un parteaguas en la historia de Kinetoscopio. Álvarez tenía un enorme carisma y esa serena autoridad que otorga el conocimiento y la generosidad. Siempre bajo la dirección de Paul Bardwell, la revista tuvo nuevos editores: Lina Aguirre (1997-2000) y Pedro Adrián Zuluaga (2000-2004 y 2006-2008). Con ellos –con nosotros–, se integraron otros temas y colaboradores, nuevas secciones (Documentos, Conversaciones con Jóvenes Realizadores, Maestros de Obra) y se formó un nuevo grupo base con sede en Medellín (Oswaldo Osorio, César Alzate Vargas, Juan Carlos González, Adriana Mora, entre otros ), que se complementó con la ya mencionada plataforma de corresponsales en el exterior. 

El cambio generacional se iba haciendo evidente, tanto como el cambio de tamaño de la revista, que adoptó el formato que aún hoy conserva. La mayor prueba de ese revuelo fue aquel dossier sobre el cine el cine del mal gusto (edición #59), con la portada de Betty Boop, el famoso personaje de dibujos animados popularizado por Paramount Pictures.  Este gesto hubiese sido inimaginable en la revista que seguía los lineamientos estéticos de Luis Alberto Álvarez, de un corte claramente humanista. Una cosa para decir sobre estos lineamientos y la manera como también ese canon estético fue debatido al interior mismo de Kinetoscopio. El 5 de marzo de 1995, Álvarez escribió en su habitual página de El Colombiano un artículo, célebre en los círculos de la crítica cinematográfica local y nacional, llamado “Nada importa” (también publicado en la edición #30). El objeto de la desazón del crítico era, en esa ocasión, Pulp Fiction, la segunda película de Quentin Tarantino estrenada en Colombia como Tiempos violentos y premiada en Cannes en 1994 con la Palma de Oro. En el artículo, Álvarez aludía así a los críticos jóvenes (énfasis en el original): 

[…] tal vez aquellos mismos que hace unos años militaban en el marxismo fundamentalista (¿hay acaso otro?) y que hoy practican un amoralismo heavymetalista, como adoradores de la brutalidad catártica que les ofrece el cine de las décadas de los ochenta y noventa. Su fascinación es ahora la de los hermanos Coen, quienes decían sentirse encantados con el ritmo frenético de un cuerpo que está siendo ametrallado o que, comentando una escena de una de sus películas declaran: “era ya hora de derramar un poco de sangre, porque la película estaba en peligro de ponerse de buen gusto”.

La posición de Álvarez frente a la película de Tarantino, de la que escribe, entre otras cosas, que le parece “profundamente decepcionante”, es contestada y debatida en la edición #34, de noviembre-diciembre de 1995, por la joven crítica caleña Amanda Rueda en su texto “Respuesta de una joven a un crítico de Tiempos violentos”.  La fisura entre distintas sensibilidades y el cambio de época resultaban pues inocultables. En mayo de 1996, Álvarez murió durante la ya referida operación en la que un cirujano brasileño intentó reducirle el tamaño de su corazón.

Al provocador dossier sobre el cine de mal gusto le antecedió otro, sobre cine político (edición #58); en la edición #61 hubo un serio y comprometido especial sobre el documental, que bajo el título de “Transparencias y espejismos” recogía debates contemporáneos sobre el género. La edición #70 se arriesgó a proponer 12 directores del cine actual (era el año 2004) en los que se resumiera eso inasible que podría ser el espíritu de la revista, el cine que ella estaba dispuesta a defender; la condición era que al menos una de las películas de ese director o directora hubiese tenido un estreno comercial en Colombia. Nombres como Fernando León de Aranoa, Claire Denis, François Ozon, Paul Thomas Anderson, Sofia Coppola o Hayao Miyazaki hicieron parte de la lista, junto con un invitado colombiano que, al menos en esa época, despertaba nuestro entusiasmo: Jorge Echeverri. 

La primera mitad de la historia de la revista se cierra con un número conmemorativo y entrañable: la edición 73 en la que se celebran los quince años de Kinetoscopio, con una portada ilustrada con quince besos famosos de la historia del cine. En el especial que la acompañaba, “Quince años de amor por el cine”, que lideró Oscar Molina, se pasaron a examen los tres lustros anteriores del cine mundial, latinoamericano y colombiano. De este último se hicieron balances más específicos sobre el cortometraje y el documental. Este número también fue un reconocimiento a la crítica y los críticos, a su estilo, es decir con textos que discutían sobre el oficio. Y una mirada a la historia de la crítica de cine en Colombia con la selección de 15 espectadores intensivos,  dos palabras en las que Luis Alberto Álvarez sintetizaba el ser y el hacer de quienes hacemos crítica. 

En la segunda parte de su historia, los últimos quince años, no son pocas las tormentas que Kinetoscopio ha tenido que sortear. Este periodo, entre 2006 y 2020, coincide con el relumbrón del cine colombiano. Lo que trajo consigo la exigencia de dar cuenta de una creciente cantidad de películas nacionales, y de participar en los debates de un campo cinematográfico en consolidación. Una de las respuestas concretas, que tuvo su inicio en la edición #77, fue una nueva serie de especiales, esta vez sobre oficios en el cine colombiano. Se probó entonces la modalidad de los editores invitados; estos, desde su saber particular, coordinaron el diálogo con el sector que representaban. Para el primer dossier, sobre el trabajo del guionista, se invitó a Patricia Restrepo; para el del productor y la producción (edición #79) a Ximena Ospina, y para el de la actuación y la dirección de actores (edición #80) al cubano Adyel Quintero.

Otro desafío, mayúsculo, fue convivir con la era digital y sobrevivir en un entorno donde la crítica perdió mucho de su aura y autoridad por la amplificación de medios y la profusión de voces que, en los nuevos medios creados por el cambio tecnológico, practican una crítica que habría que definirla más como prescripción o recomendación. A partir de la edición #83 asumió el trabajo de edición Juan Carlos González, quien escribe en la revista desde la década de 1990, y conoce ampliamente su historia y tradición. González se ha enfrentado entonces no solo a la dificultad de que la revista sobreviva en un mundo definido por la aceleración y la velocidad de Internet, sino a la responsabilidad de ser guardián de una historia y un archivo como el de Kinetoscopio

Cinéfilo apasionado y gran divulgador, González se da a la ardua tarea de revisar tradiciones, obras y autores. En la edición #87 es Woody Allen, en el #89 el western, en el #91 la crítica de cine (revisitada como oficio con la luz incierta de los nuevos tiempos), en el #92 Roman Polanski, en el #93 las nuevas directoras latinoamericanas, en el #94 el corto colombiano y su larga travesía, en el #95 Alfred Hitchcock, en el #97 Terrence Malick, en el #99 Marilyn Monroe, en la #101 Paul Schrader, en la #103 la infancia en el cine, los hermanos Coen en la #125, en la #126 Agnès Varda. Asuntos como el cine político o lo político dentro del cine, por ejemplo, han sido motivo de especiales en dos oportunidades –la edición #58 y la #124– que permiten medir las distancias o coincidencias entre épocas. Con González llegaron también los textos de dos críticos españoles que admiro: Carlos Losilla, en su columna “Cinefobia”, y Manuel Yáñez, y una relación fluida y permanente con varios críticos latinoamericanos y españoles, entre ellos Leonardo D’Espósito o Almudena Muñoz.

En estos quince últimos años ocurrieron dos conmemoraciones ineludibles. La primera fue la de los veinte años de la revista (edición #90). Esta vez el especial consistió en la selección conjunta de una película por cada año de aparición de Kinetoscopio, que empezó con Buenos muchachos (1990) de Martin Scorsese y termina, curiosamente, también con Marty, el de La isla siniestra (2010). La otra edición conmemoración fue la #100 y su dossier: “10 escritores x 10 listas. 100 motivos para querer el cine”. La lista de motivos fue muy heterogénea: iba desde “10 + 1 películas que me levantan el ánimo de modo inmediato” hasta “10 revoluciones del cine”, pasando por “10 falsos documentales”.

Un grupo amplio de personas ha ayudado a remar, en los últimos años, esta lancha que navega en el mar amplio del cine y de la historia. Los dos últimos directores de la revista: Andrés Murillo y Alejandro Gómez. Miembros de su comité editorial como Samuel Castro, Diego Agudelo, Oswaldo Osorio y Liliana Zapata. Coordinadores, asistentes editoriales, diseñadores, correctores de estilo. Si la revista es, y hay que insistir hasta el cansancio en eso, un archivo invaluable, lo es por el trabajo de todas las personas que he mencionado hasta ahora, y de otras muchas más. La historia de Kinetoscopio que más se cuenta es la de sus heroicos orígenes, bajo la batuta de esos dos gigantes que fueron Bardwell y Álvarez. Pero no ha sido menos heroico este acto continuado de resistencia, estos treinta años de decirnos que sí. Ningún interesado en reconstruir la historia del cine latinoamericano y colombiano podría pasar por alto estas 128 ediciones. Chapeau!